JORGE DE LA PEÑA, UN ESCULTOR MONUMENTAL

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La ciudad duerme bajo el sol de Guadalajara cuando uno de sus hijos más silenciosos camina entre las sombras de sus creaciones. Las manos de Jorge de la Peña cuentan historias que la lengua no alcanza a nombrar. En cada centímetro de bronce hay una vida detenida en el tiempo, un instante arrebatado al olvido, un gesto que se niega a morir.

De niño, dibujaba caballos en los márgenes de cuadernos escolares. No eran caballos cualesquiera, eran animales que corrían como si llevaran dentro el viento mismo. Eran bestias de ensueño, criaturas que surgían de algún rincón remoto de su imaginación. La pintura fue su primer amor, pero pronto sintió que las figuras necesitaban salir del lienzo, romperlo, saltar hacia el espacio real. Y entonces llegó la escultura, con su tacto terco, con su resistencia noble, con su desafío de hacer eterno lo efímero.

No es fácil explicar qué impulsa a un hombre a convertir el metal en movimiento, a darle forma a algo tan intangible como la danza o el galope de un caballo. Pero Jorge de la Peña lo sabe. Lo ha sabido desde siempre. Para él, el arte no es decoración ni posesión. Es ritual. Es memoria. Es ofrenda.

Dicen que tiene alma de zahorí, porque donde otros ven espacio vacío, él encuentra la posibilidad de una figura. Una plaza, una glorieta, una esquina cualquiera pueden convertirse en el escenario de una obra que permanecerá décadas, siglos tal vez. Él no teme al tiempo. Al contrario, lo invita a sentarse junto a sus esculturas y contemplarlas. Porque el bronce, como el arte verdadero, no se oxida. Solo envejece con dignidad.

 

OBRAS INSIGNIA 

Guadalajara lo lleva en los huesos. Sus calles, sus parques, sus glorietas están marcados por su huella. 14 caballos de bronce, erguidos sobre el asfalto como si fueran parte del paisaje natural, forman “La Estampida”, la obra que más claramente lo define. No es casualidad que esté ahí, en ese cruce de López Mateos y Niños Héroes. Es como si hubieran estado esperando toda la vida a que alguien los liberara del aire y les diera cuerpo.

Pero no son solo caballos. Hay danza en sus formas, hay toros, hay cuerpos humanos tensos de emoción, hay paisajes petrificados. Su escultura “Selva” respira como un pulmón verde, como si el follaje pudiera enrollarse alrededor del espectador y arrastrarlo hacia un mundo donde la naturaleza y el cuerpo humano conviven sin miedo. Y en “Marea”, la sensualidad del flamenco se funde con el mar, con el recuerdo de una melodía que nadie canta ya, pero que sigue latiendo en el metal.

Cada pieza es una batalla ganada contra el olvido. Por eso no le teme al tamaño monumental. Las dimensiones grandes no son vanidad, sino urgencia. Necesita que sus obras sean visibles, ineludibles, imborrables. Quiere que las personas pasen frente a ellas todos los días, que las reconozcan como parte del tejido urbano, que las abracen como propias.

Y así han hecho los tapatíos. “La Estampida” se ha convertido en testigo mudo de miles de historias personales. Un monumento que no solo representa la identidad de una ciudad, sino que se ha convertido en confidente de generaciones enteras.

Detrás de todo esto hay un hombre que estudió agronomía y entiende el ritmo lento de los árboles, que ama el canto y la música como quien ama respirar, que mira el cielo con la paciencia de quien espera que las nubes le cuenten algo. Un hombre que necesita de la tierra para crear, que no puede separar el arte de la naturaleza, que piensa que una escultura sin paisaje es como un cuerpo sin alma.

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DATO

Con 57 obras diseminadas por México, Estados Unidos, Colombia y Japón, Jorge de la Peña sigue trabajando. No tiene prisa. El tiempo, como el bronce, lo acompaña. Sabe que sus figuras no hablarán nunca, pero sí contarán historias. Historias de movimiento, de pasión, de raíces y alas. De un hombre que supo ver más allá de la materia y decidió dejar que el mundo lo viera también.

 

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